“Mi sexo gime. Lo mando al diablo.
Insiste. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo
para ver si se calma. Produce un alegre cosquilleo que recorre mi cuerpo. Dan
deseos de tocarlo, de mirarlo, de ver de dónde sale ese latir tan independiente
de mi querer. ¡Es tan dueño de sí! Cruzo las piernas. Se calma un tanto. Sexo.
El eterno sexo. Digo que lo odio, pero algo lo quiero ya que lo mimo tanto. ¡Al
diablo! Hablo de él como si sería algo verdaderamente independiente de mí. Vuelve
a aletear. Es muy tarde y la angustia asciende de nuevo. Pienso en ÉL y lo
deseo. Pero, no como antes. Creo que jamás desearé apasionadamente a hombre
alguno. Quisiera ser hombre para tener muchos bolsillos. Hasta podría tener
siempre un libro en un bolsillo. La ropa femenina es muy molesta. ¡Tan ceñida e
incómoda! No hay libertad para moverse, para correr, para nada. El hombre más
humilde camina y parece el rey del universo. La mujer más ataviada camina y
semeja un objeto que se utiliza los domingos. Además hay leyes para la
velocidad del paso. Si yo camino lentamente, mirando las esculturas de las
viejas casas (cosa que aprendí a mirar) o el cielo o los rostros de los que
pasan junto a mí, siento que atento contra algo. Me siguen, me hablan o me
miran con asombro y reproche. Sí. La mujer tiene que caminar apurada indicando
que su caminar tiene un fin. De lo contrario es una prostituta (hay también un
“fin” ) o una loca o una extravagante. Si ocurre algo, alguna aglomeración o un
choque, y me acerco, compruebo que no hay una sola mujer. Hombres. Nada más que
hombres. Me sube la angustia. Siento un espeso vacío y una gran oleada de
euforia sexual. Esto me humilla. No quiero sentir deseos. Cada vez son más
fuertes. Superan el cansancio.”
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