Queridísimo León Ostrov:
...Aquí en París me surgieron recuerdos de cosas viejas, que creía sepultadas
para siempre: rostros, sucesos, etc. Los anoté y traté de analizarlos
seriamente. Pero lo que me interesa es haber descubierto que no conozco el
rostro de mi madre (yo, que tengo una memoria excepcional para los rostros)
sino que lo veo en la niebla, esfumado, como el negativo de una foto.
Concientemente, no la extraño. No sé qué decirle en mis cartas ni tengo ganas
de decirle nada. Ella me envía tres o cuatro frases convencionales y muchos
abrazos. Posiblemente no me importaría no verla nunca. Pero no confío en estas
afirmaciones. He pensado en el análisis. En Buenos Aires lo había descartado de
mis proyectos. Pero aquí me asalta y me invada muchas veces la evidencia de mi
enfermedad, de mi herida. Una noche fue tan fuerte mi temor a enloquecer, fue
tan terrible, que me arrodillé y recé y pedí que no me exiliaran de este mundo
que odio, que no me cegaran a lo que no quiero ver, que no me lleven adonde
siempre quise ir. Pero para hacerme el psicoanálisis necesito ir a Buenos
Aires. Y no sé aún si deseo volver o no. Creo que mis angustias en París
provenían del brusco cambio de vida: yo, que soy tan posesiva, me veo aquí sin
nada: sin una pieza, sin libros, sin amigos, sin dinero, etc. Mi felicidad más
grande es mirar cuadros: lo he descubierto. Sólo con ellos pierdo la conciencia
del tiempo y del espacio y entro en un estado casi de éxtasis. Me enamoré de
los pintores flamencos y alemanes (particularmente de Memling por sus ángeles),
de Paolo Uccello, de Leonardo (La virgen, el niño y Sta. Ana --¡por supuesto!--
que me arrastró a una larga y absurda interpretación sexual, aunque en verdad
no hay qué interpretar pues todo está allí) y naturalmente Klee, Kandinsky, Miro
y Chagall (los preferidos, por ahora). Me parece muy bien que haya llevado un
balde del de Flore. Yo, por ahora, me porto juiciosamente: sólo unos pocos
libros. Pero si me tuviera que llevar algo sería la fachada de una casa
desmorona da de un pueblito llamado Fontenay Aux-Roses, cuya estación de
ferrocarril está llena de rosas. Las ventanas de esa casa tienen los vidrios de
color lila, pero de un lila tan mágico, tan como los sueños hermosos, que me
pregunto si no terminaré penetrando en la casa. Tal vez, si entro, me reciba
una voz: "Hace tanto que te esperaba". Y yo ya no tendré que buscar
más. Hago --se hacen-- algunos poemas. Cuando los corrija le enviaré algo. Sigo
dibujando pequeños monstruos. Y leo al "perro de Lautréamont". Escribo
minuciosamente mi diario. Y envejezco. Cumplí años y soñé que me decían:
"el tiempo pasa". Pero no lo creo. Quevedo tampoco lo creía:
"miro el tiempo que pasa y no lo creo"(cito de memoria). Mi único
ruego constante es que no me abandone la fe en algunos valores espirituales
(poesía, pintura). Cuando me deja temporariamente viene la locura, el mundo se
vacía y rechina como una pareja de robots copulando. Le buscaré las revistas y
todo lo que necesite o --y-- llegara a necesitar. Abrazos para usted y para
Aglae.
Alejandra.
"Mis poemas los hago con mucha paciencia. Un poeta no tiene apuro, no
debe. Un verso, una línea, la escribo palabra a palabra. Cada palabra la anoto
en una tarjeta distinta, por ejemplo “La viajera marca su intensidad con
desobediencia”. Tengo, pues, siete trajetas, bastantes grandes. Las ubico en mi
cama y comienza el trabajo. Voy moviendo las tarjetas como peones de un damero
de ajedrez. “La desobediencia de la viajera es su intensidad”. Con los pies voy
tapando las palabras, puede aparecer: “Marca la intensidad, desobedece la
viajera” o todavía “Viajera sin maletas; con intensidad guarda su
desobediencia” y acaso lo prefiero, resulta: “La intensidad apura a la viajera,
será desobediente” y así y así estoy horas y horas y es importante cada
espacio, cada viaje de la viajera desobediente. Fumo mucho, desobedezco. Ahora
las tarjetas se han ensuciado de tanto taparlas y descubrirlas. Cada vez. Mi
cuerpo se revuelve, hago el amor con la poesía, músculo a músculo, tarjeta a
tarjeta” —