jueves, 31 de marzo de 2016

LA ENAMORADA DEL PEQUEÑO DRAGÓN 1584



Inés, mestiza de la casa de don Rodrigo Ortiz de Zárate, corre en pos del 

amo para observar a los tres prisioneros que avanzan entre picas y espadas 

desnudas. Tan corpulento es su señor que no le deja ver cuanto quisiera. 

Además, la reverberación que irisa de escamas el río la obliga a hacer visera con 

la mano. Los tres hombres se aproximan lentamente, hendiendo el grupo de 

curiosos. Ahora sí, ahora puede detallarles a su gusto. Se han detenido ante el 

teniente de gobernador, a pocos metros. Dos de ellos llevan las barbas crecidas, 

sucias, espinosas, sobre las ropas desgarradas; el otro, lampiño, parece un 

adolescente. Una masa de pelo color de miel le cae sobre el rostro y a cada 

instante la aparta con un movimiento brusco de la cabeza: entonces la cara se le 

ilumina con la luz de los grandes ojos celestes. Inés no vio jamás ojos como ésos. 

La gente de aquí los tiene renegridos, tenebrosos, o de un verde profundo. Los 

de Isabel son así, verdes como piedras verdes, como cristales verdes.

El menor se adelanta y hace su reverencia, la diestra en la cintura. A la 

legua se le advierte el señorío, a pesar del traje miserable cuyos jirones dejan 

transparentar, en las piernas y en el pecho, su carne justa, ceñida, tostada por el 

sol. Don Rodrigo tose por dignidad y le interroga: ¿Quiénes son? ¿De dónde 

vienen? Alza el muchacho la mano delgada y responde en lengua extranjera, 

gutural. El hidalgo se impacienta. Detrás, las mujeres atisban y los hombres del 

pueblo comentan por lo bajo. Extiéndese alrededor la chatura de Buenos Aires, 

con unas contadas casucas, con unas huertas, con algún árbol, asomado sobre 

las tapias. En el río se balancea la canoa indígena en la cual llegaron los 

forasteros. Por fin hay uno que entiende a medias ese idioma y que explica al 

funcionario del Rey: los recién venidos son ingleses y el capitán que los 

Demúdase Ortiz de Zárate y se le marca en la frente la lividez de la cicatriz:

—¿Drake? ¿Dráquez? ¿Cómo el pirata Francisco Dráquez?

Torna a parlamentar el intérprete y con mil dificultades traduce: el joven 

es sobrino de Sir Francis Drake, corsario de la Reina Isabel de Inglaterra. Lo 

mismo que sus compañeros, se ha fugado a través del río, por milagro, en esa 

frágil canoa. Los charrúas les tuvieron presos durante trece meses.

Lo único que al teniente de gobernador importa es que sus obligados 

huéspedes sean súbditos de la soberana herética. Se mesa las barbas patricias y 

—¡Herejes! ¡Herejes! —chilla una mujer que le ha oído, y entre los mirones 

—Habrá que avisar al Adelantado, a Charcas, y a los señores inquisidores, 

Don Rodrigo Ortiz de Zárate da la orden de marcha. Va caviloso. Es hijo 

del Cerero Mayor de la Emperatriz y no juega con las cosas que atañen a la 

religión. Le siguen, custodiados, los tres piratas. Chisporrotean las alabardas, 

como si fueran de fuego. Cuando pasan junto al rollo de justicia, donde los 

criminales son expuestos al escarnio público, Ortiz de Zárate titubea. No sabe si 

debe hacerles encadenar allí, pero recapacita que ésos son asuntos que 

incumben a autoridad más alta, y se interna con la comitiva en la ciudad. A la 

—A estos luteranos —dice uno— hay que hacerles arder como paja.

Dispone don Rodrigo que por ahora les encierren en la casa que Pablo de 

Xerez hace construir frente a la suya, en el solar que Garay le asignara dentro de 

los repartimientos de la fundación. Ya hay en pie dos habitaciones y una tiene 

una pequeña ventana dividida en cruz. Allí quedará el sobrino del Dráquez, el 

sobrino del Dragón, como le llaman en América. A los otros se les señalará por 

Inés, la mestiza, ha permanecido inmóvil mientras se aleja la tropa. 

Aunque se empeñara, no podría moverse. En sus dieciséis años, nunca ha 

sentido tan confusa emoción. ¡Cómo se asombrarían los muchachos que sin 

cesar la requieren de amor, si consiguieran leer en su ánimo! Para ellos es la 

Inés está como hechizada. Por más que baja los párpados, la tiniebla se 

aclara con las llamas del pelo de John. Le ve en todas partes, volandero, como 

una madeja que se enreda a los cercos de tunas y que envuelve con su trama fina 

las fachadas pobres. Ella misma siente, tras los ojos cerrados, que la hebra de 

oro y miel gira y se enrosca en torno de sus piernas firmes, de su cintura 

escurridiza, de sus pechos nuevos, y asciende hasta su boca. No acierta a 

moverse, maniatada, desconocida. Drake se ha vuelto a mirarla, una vez.

En el patio del teniente de gobernador, mientras don Rodrigo garabatea 

sus cartas altisonantes para don Juan Torres de Vera y Aragón, el Adelantado, y 

para el Tribunal del Santo Oficio del Perú, Inés ha escuchado muchos 

pormenores de la vida del joven corsario. Los relatos la hacen soñar. Es cosa de 

maravillarse, pensar que en tan cortos años haya corrido tantas aventuras.

Fue de los que dieron la vuelta al mundo, con Sir Francis; de los que 

apresaron paños de Holanda en las Islas de Cabo Verde, y vino en Valparaíso, 

barras de plata en Arica, sedas y jubones en el Callao y más y más oro en los 

puertos del Pacífico, a punta de espada; de los que recibieron parte en la 

distribución de vajillas lujosas; de los que navegaron por los mares de 

monstruos que bañan a las Islas del Maluco y fueron de allí a Guinea y a Sierra 

Leona, trocando el metal por clavo de olor, por pimienta y por jengibre. Al oír 

las narraciones fabulosas, parécele a Inés que los galeones avanzan por la plaza 

de Buenos Aires, amenazadores los leopardos en las banderas, inundándolo 

todo con el perfume de las especias exóticas. Y eso no bastó. Después de que la 

Reina Isabel armó caballero a Sir Francis, John volvió al océano a las órdenes de 

Edward Fenton. Comandaba una nave. ¡Y sólo cuenta veinte años! En la boca 

del Río de la Plata, los bancos de arena les cerraron el paso. Una noche, 

arrastrado por la tormenta, el patache de John Drake se alejó del resto de la 

armada. Tras de bogar a la deriva se hundió frente a la costa. Los marineros 

ganaron la playa a nado y allí les descubrieron los charrúas a causa del humo de 

las fogatas. Más de un año les privaron de libertad, con la duda constante de 

cuándo les devorarían. Por fin lograron huir John Drake, Richard Farewether, 

Inés se dice que aunque John no fuera sobrino del Dragón famoso, aquel 

cuyo azote fue anunciado por la aparición de un cometa; aunque no hubiera 

andado por tierras de tanto sacrificio; aunque no hubiera metido los brazos 

hasta el codo en el oro y las perlas, lo mismo la hubiera subyugado así. Sabe ya 

que le ama sin razón y sin fortuna, desesperadamente, que le ama por esa masa 

de pelo que para ella brilla más que el oro de los cofres, por sus piernas largas y 

Dos soldados vigilan la puerta de la casa de Xerez que guarda a los 

cautivos. Durante el día, los vecinos la rondaron. ¡Hay tan poco que hacer en 

Buenos Aires! Buscan de espiar hacia el interior, como si fuera aquella una jaula 

de animales raros. Y raros son, en verdad: ingleses, piratas y heréticos. Deberían 

tener cuernos y pezuñas. Los disimularán. El mocito que los manda disfraza los 

cuernos, de seguro, debajo de tanto pelo de miel.

Al atardecer Inés se acerca. Los soldados la conocen. Uno la requiebra, 

pero no la dejan llegarse, como hubiera deseado, hasta la ventana en cruz. 

Órdenes del señor Ortiz de Zárate. Se aposta, pues, al otro lado de la calle, a la 

sombra del alero de su amo, allí donde un sauce vuelca torrentes negros y la 

oculta. Y mira y mira, angustiada. Minutos después, la ventana se ilumina. Es 

que él está ahí, dorado como los dioses que se alzan, esculpidos, en las proas de 

las galeras. Y la ha visto también. Ha visto, a diez metros, la silueta de una mujer 

graciosa, toda trenzas y ojos verdes y boca frutal. Más de una hora quedan el 

uno frente al otro. No pueden hablarse y si se hablaran no se comprenderían. 

Sólo pueden mirarse y callar, él subido en un escaño por lo alto de la abertura. 

En el medio, por la calle de barro, se persiguen las gallinas grises y los patos 

Don Rodrigo Ortiz de Zárate ha anunciado que los prisioneros partirán 

para Santa Fe, en el plazo de cinco días, a que se les tome declaración jurada, y 

¡Cinco días! Inés llora echada de bruces en su cuja. Llora con el cabello 

destrenzado. Su sangre dormida hasta hoy clama por el corsario adolescente. En 

su inocencia, no define qué le pasa. Lo único que sabe es que quisiera más que 

nada, más aún que poseer el broche de rubíes de su señora doña Juana de la 

Torre, tener ahí con ella al pequeño Dragón y estrecharle contra el pecho. Le 

John Drake también la recuerda. En los días transcurridos desde su arribo 

a Buenos Aires, se ha esforzado en no pensar en otra cosa. Se convence, con 

argumentos apasionados, para diluir el miedo, que si por algo le importa que lo 

saquen de allí y le envíen hacia el norte y hacia las misteriosas torturas 

inquisitoriales, que los predicadores de la corte inglesa describen con tal 

minucia, es porque tendrá que dejarla, porque ya no la volverá a ver, elástica, 

aceitunada, a la sombra familiar del sauce antiguo. Se revuelve como un 

cachorro de león en su cárcel diminuta. No quiere darse tiempo para otras 

memorias, ni siguiera para aquélla, fascinante, que le muestra a la Reina Isabel 

en el esplendor barroco de su falda rígida, titilante de joyas, y a él de hinojos, 

detrás de Sir Francis, oscilándole una perla en el lóbulo izquierdo, al cuello el 

collar de esmalte y oro macizo. La Reina les estira la mano a besar... ¡Pero no, no 

quiere pensar en eso, ni en los arcones abiertos, colmados hasta el tope de 

cálices, de incensarios, de casullas y de aguamaniles que centellean! Ni tampoco 

en el Támesis sereno, que fluye entre castillos, tan distinto de este río de 

maldición; ni evocar la estampa feliz de los perrazos de Lancashire y de los 

galgos esbeltos, cuando disparan entre el alegre clangor de las trompas; ni el 

bullicio de las riñas de gallos, con la elegancia de los gentileshombres que 

arrojan escarcelas de monedas sonoras; ni los duelos y el jubiloso escapar 

embozado, ante los faroles de la guardia; ni los jarros desbordantes de cerveza, 

que se alzan hacia las vigas de las hosterías, en los coros de los brindis... Nada... 

nada... Nada: ni pensar en las islas remotas, amodorradas bajo las palmeras y 

los árboles de alcanfor. Otras mujeres ha conocido, muchas otras, sumisas como 

esclavas entre sus brazos... Y no quiere pensar en ellas, ni en nada, ni en Sir 

Francis sobre todo, su verdadero rey, su auténtico dios, a quien ve, en un 

relámpago, con un fondo de mascarones pintados y de velámenes hermosos 

como cuerpos de mujer. No, no quiere... Sería terrible pensar en esas cosas y en 

las cosas del mañana, las que se agazapan, camino del Perú, donde le colgarán 

por los pulgares en una cámara subterránea y le abandonarán hasta que se 

pudra. Es necesario olvidarlas para no enloquecer. No hay que guardar en la 

mente más imagen que la de la mestiza que diariamente, cuando se insinúa la 

noche, acude a su apostadero, frente a la ventana. Eso sí, eso es una realidad 

Tres días; no restan más que tres días. Inés ha resuelto que esta noche 

hablará con él, aunque no le entienda. Su amor la transfigura. La muchacha 

tímida, recelosa, está pronta a correr cualquier riesgo. Corta un racimo de uvas, 

en la viña de la huerta, y cruza con él la calle. Lo muestra de lejos a los soldados, 

quienes se encogen de hombros: ¡Para el prisionero!

Después de todo, poco falta para que los ingleses abandonen a Buenos 

Ahora están frente a frente, separados por el muro: de un lado John Drake, 

todo luz; del otro Inés, toda sombra. Ella se empina, porque la ventana está muy 

alta, y tiende el racimo. Él se encarama en el escabel, pero en lugar de tomar la 

fruta, se aferra a la muñeca de la mestiza. Las uvas ruedan para el suelo. La 

muchacha, aplastada contra la pared, siente la aspereza de la tapia mojada de 

rocío, punzándole los pechos y el vientre. El pirata habla atropelladamente, 

jadeando, y ella advierte, en el borbotón de palabras desconocidas, el tono de 

ruego angustiado. A poca distancia, sobre su cabeza, se enciende el pelo sutil 

que se muere por acariciar. Drake guarda silencio; sólo se oye su respiración 

anhelosa. Le suelta el brazo y de un manotón lanzado en la noche, ciego, le 

arranca el vestido tenue y descubre un hombro moreno. Esa fruta sí; a esa fruta 

sí la quisiera, que debe ser tibia y lisa y dulce.

Pero ya se aproximan los soldados con los arcabuces, e Inés huye hacia la 

casa de don Rodrigo. Mañana, las gallinas picotearán en el fango, sorprendidas 

por el inesperado banquete, las primeras uvas del señor Ortiz de Zárate.

Inés no ha regresado durante dos días a la tapia desde la cual suele atisbar 

al preso. Doña Juana de la Torre se ha enterado, por chismes de las esclavas que 

hilan en sus ruecas, de que la mestiza llevó un regalo de su fruta al capitán 

cismático, y la ha amenazado con decírselo al teniente de gobernador si se repite 

el episodio. Es muy piadosa; a la Reina de Inglaterra la llama «la Diabla»; se 

persigna tres veces antes de acurrucarse en el lecho marital.

La muchacha solloza en su habitación. ¡Mañana, mañana mismo, el 

pequeño Dragón se esfumará para siempre! No le verá y los días transcurrirán, 

monótonos, entre los rezongos de don Rodrigo y la charla mareante de los 

esclavos. Se pasa la mano, suavemente, sobre el hombro. Cierra los ojos e 

imagina que es él quien la roza con los dedos de filosa delgadez. Aguarda a oír 

Es noche de luna llena; la embalsama el aire liviano. La ciudad reposa. A 

veces, el chillido de una lechuza solitaria ahonda la quietud. Los soldados velan 

delante de la puerta de Pablo de Xerez. Ortiz de Zárate es muy riguroso: no 

vayan a volársele los pájaros, cuando les tienen lista la jaula en Asunción del 

Inés corre hacia su refugio, bajo el sauce, en puntas de pie. Los carceleros 

no notan su presencia. Chista muy bajito y en seguida surge en la ventana la 

cara de John. Nunca le ha parecido tan hermoso a la mestiza, nunca tan leve el 

pelo de oro. La luna lo enciende en la cruz de los barrotes.

La niña da un paso, dos, tres, hasta que el resplandor lunar se vuelca sobre 

ella como un torrente de plata. Desprende entonces su vestido y lo deja caer 

despacio, con un ademán ritual. Queda completamente desnuda ante el infiel. 

John Drake muerde el barrote. Inés le brinda lo que puede brindarle, lo único 

que puede brindarle: esa desnudez de sus dieciséis años celosos; todo lo que 

El pirata, deslumbrado, lanza un grito. Los soldados ven, un segundo, la 

forma ágil, saltarina, que desaparece. Y en la ventana, los ojos celestes, 

Al alba, a caballo, con escolta, John Drake, Richard Farewether y Daclos, 

partieron para Asunción, etapa en su rumbo al Santo Oficio de Lima.

El Psicoanálisis y el secreto


ACTUALIDAD DEL LAZO
El Psicoanálisis y el secreto
Jorge Yunis


Abundantes son las caracterizaciones que se hacen, desde diversas corrientes de pensamiento, acerca de la actualidad que nos toca vivir: desamparo, hipermodernidad, masificación, espectáculo…cada una de las cuales aborda una perspectiva para nada descartable en lo que se refiere a las consecuencias sobre la subjetividad.
El psicoanálisis agrega otro enfoque: en múltiples ocasiones Jacques Lacan plantea que el modo de operar de la ciencia se funda en la exclusión del sujeto, esto es, de la subjetividad.
Esta exclusión del sujeto es una de las condiciones sine qua non del avance tanto de la ciencia como de la técnica y, a su vez, es una de las determinaciones que dieron lugar al surgimiento del psicoanálisis. Tal como también lo señala Lacan, éste sería impensable sin el previo asentamiento de la ciencia moderna. Y, además, precisamente, el psicoanálisis se caracteriza por hacerse cargo de ese sujeto excluido por la misma.
Otro enfoque, ya no psicoanalítico, podríamos extraerlo de algunas páginas de Ser y Tiempo.Allí, Martín Heidegger avanza lo que podríamos denominar un intento de pensar la cultura de masas en esta era teñida por la silenciosa niebla de la técnica; lleva a cabo un análisis de laalienación cuya vigencia hoy es indiscutible. En términos más próximos a los nuestros podríamos decir: se ha rebajado el lenguaje a la palabra vacía (habladurías), se ha bastardeado el deseo (afán o avidez de novedades) y se ha diluido la responsabilidad y la decisión (ambigüedad).
Esta caracterización se anticipa con sorprendente verosimilitud al status de los individuos en esta actualidad del mandamiento hacia el bienestar y de la masificación. Pero cuidado, ya no estamos refiriéndonos a aquella de Psicología de las masas…sino que hoy debemos tener en cuenta que lo masivo se da de una forma muy particular: todos participan de lo mismo, pero en soledad y a distancia. La masificación del goce se ha vuelto la rutina de las soledades.
Por otro lado, aquella exclusión del sujeto operada por la ciencia tiene ya correlato en las relaciones económicas, políticas, sociales, y en las consecuencias éticas: todo se apoya en una definición aritmética o estadística de los individuos. Y "…en la sociedad estadística, nadie debe tener secreto, ni el criminal ni el inocente (…). Siempre se habla de libertades y protección a los individuos, pero en realidad esas palabras ya no tienen sentido; la máquina de arrebatar lo íntimo ya está instalada"[1] .
Al psicoanálisis le corresponde hacerse cargo de aquellas soledades y de lo que persiste de lo íntimo.
Mientras tanto, las parcelas de lo real que insisten en no ser reducidas por lo simbólico -esto es, todo aquello que denominamos síntoma- , son hoy atormentadas por un intento de captura meramente imaginario. Es así, entonces, que todo síntoma trata de ser eliminado: por la comprensión desde el yo, por el consenso y también por la coerción. Hay que reducir todo lo que existe a lo útil.
Todo puede ser dicho, todo puede ser percibido, todo puede ser mostrado; esto equivale a: ya no hay derecho a lo íntimo. Y, en solidaridad con ello, predomina lo que alienta la ruptura y disolución de los lazos sociales.
En esta encrucijada tenemos al psicoanálisis como una especie de contracorriente que, además de tomar a su cargo el sujeto excluido por la ciencia, se ocupa, precisamente, de lo inútil: los sueños, los chistes, los actos fallidos -o, como diría Jacques Lacan, el goce, aquello que no sirve para nada-.
Continuemos con nuestro recorrido. Entre las innumerables secuelas de lo que acontece en este momento de la civilización tenemos los demoledores embates contra el lenguaje.
Sabemos el peso que se ha dado a todo aquello que priorice la imagen, lo imaginario. La riqueza del lenguaje, su cualidad de decir más de lo que dice, sus equívocos, sus indeterminaciones, son siempre peligrosas para aquellos que viven apegados a lo concreto o lo útil. La estrechez patética de las vías verbales o escritas de los medios no es sino una prueba más del aplastamiento a que el lenguaje es sometido pues se sabe que en sus matices, en su riqueza, radica su mayor potencia crítica.
Allí, el psicoanálisis, prosigue su tarea relativa al bien decir. No nos engañamos respecto al lenguaje, sabemos su potencia de ser funcional al goce. Pero también sabemos que la única vía posible de abordar y tratar el sufrimiento subjetivo es a través de la palabra, a través de lo simbólico. Para Freud y para el Lacan de los inicios de su enseñanza, el síntoma es curable: a través de la palabra poder arrancar su sentido. Más adelante, en Jacques Lacan, encontraremos que el síntoma está habitado tanto por el sinsentido como por el goce. Este efecto de goce proviene del campo del lenguaje, y sólo puede suprimírselo mediante la función de la palabra. Es decir, a través de los significantes posibilitar un despliegue diferente del sufrimiento y del goce.
Vivimos una época -la del discurso capitalista sin nada que se le oponga- donde el deseo ha sido obturado por la producción de más y más necesidades, esto es, la producción ilimitada de demandantes de goce. "Lo que llamamos discurso capitalista es, sin duda, una forma del discurso del amo, pero no es capaz de refrenar al superyó. Impera, más bien, al servicio del superyó". [2] Es un discurso que borra la singularidad, donde se diluye el poder de referente de los significantes amos por los cuales el sujeto podría hacerse representar. Es un pseudo discurso ya que en realidad se distingue por su corrosividad respecto de los lazos sociales.
El psicoanálisis, en cambio, plantea su práctica en función de "…obtener la diferencia absoluta, la que interviene cuando el sujeto, confrontado al significante primordial, accede por primera vez a la posición de sujeción a él"[3]. Es decir, va al encuentro de su singularidad, de lo incomparable. Y esto sólo es posible si esta singularidad es tomada en un discurso, o sea, en un lazo social. Si se elide el lazo social, la relación que queda es al Otro que, en sus diversas versiones, Lacan llama los Dioses oscuros.
Esta alianza entre capitalismo, ciencia y técnica, la precariedad de los lazos, mas la falta de ideales de referencia, lleva a los individuos a cierta posición canalla, sin signos de división subjetiva y sin acotamiento del goce.
La dependencia de los objetos del bien vivir se induce por doquier; la distancia al deseo parece fácilmente eliminable. Se ha creado así el consumidor ideal, distraído por los bienes de consumo masivos, anegado por un goce no sexual, no fálico y por tanto no fuera del cuerpo pero sí fuera del lenguaje.
Esto tiene su repercusión en la clínica: ya es muy difícil recibir un pedido de atención por alguna conmoción en lo referido a los ideales o el desfallecimiento de ciertos significantes amos, formas que son las típicas de lo que hemos caracterizado como sujeto del inconsciente. Hoy, los individuos, acuden por el desbordamiento de un goce -exceso o abstinencia de alguna sustancia-, por un rechazo respecto del Otro -como en los pasajes al acto- o la irrupción de lo real del cuerpo -como en los fenómenos psicosomáticos-.
Estas formas que predominan en la actualidad, muestran una variación enorme en lo referido al pedido de atención. Es patente la dificultad para hacer transitar el padecimiento por vía de los significantes, y, por ende, para hacer consistir una demanda -en muchas circunstancias las demandas provienen de alguna institución, de un familiar, etc., sin que el individuo sepa si quiere o no acudir-. Este déficit simbólico no es sino el correlato del desamarre del sujeto de la referencia fálica -no olvidemos que una de las características que Jacques Lacan le atribuye al discurso capitalista es, precisamente, la exclusión de la castración-.
Ante estas circunstancias ¿qué hacer desde el psicoanálisis?
Sabemos que el psicoanálisis está situado en el marco de lo que la ciencia deja fuera como imposible y de lo que el discurso capitalista excluye. Debemos preguntarnos cómo hacer frente a ese real, cómo no retroceder ante él aunque se presente bajo el modo del horror.
Vivimos inmersos en una chatura mesetaria donde impera el absoluto abaratamiento de los ideales transformados en meros gadgets momentáneos y a la mano, y, por ende, en el aplastamiento propio del aburrimiento en la impiadosa y monótona continuidad del todo es posible.
Jorge Luis Borges, en su relato El inmortal[4] expone magistralmente las consecuencias de un mundo sin aspiraciones -porque todo es posible en la infinitud de la inmortalidad-, un mundo de hastío, donde todo es tolerado, y con el desdén y la indiferencia como norte ya que en la inmortalidad no hay ideales ni hay deseos.
"Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres" (…) "Entre los inmortales, (…) cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos (…) nada es preciosamente precario".
Preciosamente precario, he allí la cuestión. Apuntamos a una clínica que en la actualidad debe situarse en poder instalar algo de lo preciosamente precarioen ese mundo-espectáculo de los infatigables espejos.
Apuntamos a una clínica que pueda sostener la dignidad de aquello que se dice sin saber, lo secreto, porque, en palabras de Thomas Mann "…el hombre mismo es un secreto, y toda humanidad reposa en el respeto al secreto del hombre".[5]
El psicoanálisis aún. He allí precisamente el lugar que nos hemos asignado.
Aún significa: el resto no es silencio.


Milner, Jean Claude – "La máquina de arrebatar lo íntimo" – revista Dispar nº 6 – Grama ediciones, Buenos Aires 2006.
Miller, Jacques-Alain – El lenguaje, aparato del goce – Colección Diva – Buenos Aires, 2000.
Lacan, Jacques – Seminario 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis – Editorial Paidós – Buenos Aires, 1987
Borges, J.L., Prosa completa, "El inmortal", Editorial Bruguera, Vol. II, Barcelona 1980, págs. 19-20
Mann, Thomas, "Introducción a la Montaña Mágica" – Revista Analítica del Litoral nº 6 – Ediciones apeiron, Santa Fe, 1996.-


Esta es Cosmigonon:


miércoles, 23 de marzo de 2016

Has visto
verdaderamente has visto
la nieve los astros los pasos afelpados de la brisa
Has tocado
de verdad has tocado
el plato el pan la cara de esa mujer que tanto amàs
Has vivido
como u
n golpe en la frente
el instante el jadeo la caìda la fuga
Has sabido
con cada poro de la piel sabido
que tus ojos tus manos tu sexo tu blando corazòn
habìa que tirarlos
habìa que llorarlos
habìa que inventarlos otra vez.

Julio Cortázar

El malestar en la cultura (fragmento) - Sigmund Freud

" El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable; mas no por ello se debe –ni se puede- abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto positivo de dicho fin –la obtención del placer-, ya su aspecto negativo –la evitación del dolor-. Pero ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad, considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz. Su elección del camino a seguir será influida por los más diversos factores. Todo depende de la suma de satisfacción real que pueda esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos. "

De Juan Gelman De El juego en que andamos (1959

El juego en que andamos /

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.

Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.

sábado, 19 de marzo de 2016

Fragmentos de "La mujer justa" de Sandor Marai:


"Hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto… el triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor. No fui lo bastante valiente para la mujer que me amaba, no supe aceptar su cariño, me daba vergüenza. En aquellos tiempos no sabía lo que sé hoy…que no hay nada de lo que avergonzarse en la vida excepto de la cobardía, que hace que uno no sea capaz de dar sentimientos o no se atreva a aceptarlos.”

“…Un día me incorporé en la cama y sonreí. Ya no sentía dolor. Y de golpe comprendí que la persona justa no existe. Ni en el cielo ni en la tierra, ni en ningún otro lugar. Simplemente hay personas, y en cada una hay una pizca de la persona justa, pero ninguna tiene todo lo que esperamos y deseamos. Ninguna reúne todos los requisitos, no existe esa figura única, particular, maravillosa e insustituible que nos hará felices. Sólo hay personas. Y en cada una hay siempre un poco de todo, es a la vez escoria y un rayo de luz… sin duda es cierto que no existe la persona justa y que las ilusiones se desvanecen, pero yo lo amo y eso es distinto. Cuando uno ama a alguien siempre se le sobresalta el corazón al verlo o al oír algo sobre él. En resumen, creo que todo pasa, menos el amor. Aunque eso no tiene ningún sentido práctico.”

martes, 8 de marzo de 2016

El sentimiento de lo fantástico Julio Cortázar

Yo he sido siempre y primordialmente considerado como un prosista. La poesía es un poco mi juego secreto, la guardo casi enteramente para mí y me conmueve que esta noche dos personas diferentes hayan aludido a lo que yo he podido hacer en el campo de la poesía. (...) he pensado que me gustaría hablarles concretamente de literatura, de una forma de literatura: el cuento fantástico.
Yo he escrito una cantidad probablemente excesiva de cuentos, de los cuales la inmensa mayoría son cuentos de tipo fantástico. El problema, como siempre, está en saber qué es lo fantástico. Es inútil ir al diccionario, yo no me molestaría en hacerlo, habrá una definición, que será aparentemente impecable, pero una vez que la hayamos leído los elementos imponderables de lo fantástico, tanto en la literatura como en la realidad, se escaparán de esa definición.
Ya no sé quién dijo, una vez, hablando de la posible definición de la poesía, que la poesía es eso que se queda afuera, cuando hemos terminado de definir la poesía. Creo que esa misma definición podría aplicarse a lo fantástico, de modo que, en vez de buscar una definición preceptiva de lo que es lo fantástico, en la literatura o fuera de ella, yo pienso que es mejor que cada uno de ustedes, como lo hago yo mismo, consulte su propio mundo interior, sus propias vivencias, y se plantee personalmente el problema de esas situaciones, de esas irrupciones, de esas llamadas coincidencias en que de golpe nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad tienen la impresión de que las leyes, a que obedecemos habitualmente, no se cumplen del todo o se están cumpliendo de una manera parcial, o están dando su lugar a una excepción.
Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar.
Un gran poeta francés de comienzos de este siglo, Alfred Jarry, el autor de tantas novelas y poemas muy hermosos, dijo una vez, que lo que a él le interesaba verdaderamente no eran las leyes, sino las excepciones de las leyes; cuando había una excepción, para él había una realidad misteriosa y fantástica que valía la pena explorar, y toda su obra, toda su poesía, todo su trabajo interior, estuvo siempre encaminado a buscar, no las tres cosas legisladas por la lógica aristotélica, sino las excepciones por las cuales podía pasar, podía colarse lo misterioso, lo fantástico, y todo eso no crean ustedes que tiene nada de sobrenatural, de mágico, o de esotérico; insisto en que por el contrario, ese sentimiento es tan natural para algunas personas, en este caso pienso en mí mismo o pienso en Jarry a quien acabo de citar, y pienso en general en todos los poetas; ese sentimiento de estar inmerso en un misterio continuo, del cual el mundo que estamos viviendo en este instante es solamente una parte, ese sentimiento no tiene nada de sobrenatural, ni nada de extraordinario, precisamente cuando se lo acepta como lo he hecho yo, con humildad, con naturalidad, es entonces cuando se lo capta, se lo recibe multiplicadamente cada vez con más fuerza; yo diría, aunque esto pueda escandalizar a espíritus positivos o positivistas, yo diría que disciplinas como la ciencia o como la filosofía están en los umbrales de la explicación de la realidad, pero no han explicado toda la realidad, a medida que se avanza en el campo filosófico o en el científico, los misterios se van multiplicando, en nuestra vida interior es exactamente lo mismo.
Si quieren un ejemplo para salir un poco de este terreno un tanto abstracto, piensen solamente en eso que utilizamos continuamente y que es nuestra memoria. Cualquier tratado de psicología nos va a dar una definición de la memoria, nos va a dar las leyes de la memoria, nos va a dar los mecanismos de funcionamiento de la memoria. Y bien, yo sostengo que la memoria es uno de esos umbrales frente a los cuales se detiene la ciencia, porque no puede explicar su misterio esencial, esa memoria que nos define como hombres, porque sin ella seríamos como plantas o piedras; en primer lugar, no sé si alguna vez se les ocurrió pensarlo, pero esa memoria es doble; tenemos dos memorias, una que es activa, de la cual podemos servirnos en cualquier circunstancia práctica y otra que es una memoria pasiva, que hace lo que le da la gana: sobre la cual no tenemos ningún control.
Jorge Luis Borges escribió un cuento que se llama “Funes el memorioso”, es un cuento fantástico, en el sentido de que el personaje Funes, a diferencia de todos nosotros, es un hombre que posee una memoria que no ha olvidado nada, y cada vez que Funes ha mirado un árbol a lo largo de su vida, su memoria ha guardado el recuerdo de cada una de las hojas de ese árbol, de cada una de las irisaciones de las gotas de agua en el mar, la acumulación de todas las sensaciones y de todas las experiencias de la vida están presentes en la memoria de ese hombre. Curiosamente en nuestro caso es posible, es posible que todos nosotros seamos como Funes, pero esa acumulación en la memoria de todas nuestras experiencias pertenecen a la memoria pasiva, y esa memoria solamente nos entrega lo que ella quiere.
Para completar el ejemplo si cualquiera de ustedes piensa en el número de teléfono de su casa, su memoria activa le da ese número, nadie lo ha olvidado, pero si en este momento, a los que de ustedes les guste la música de cámara, les pregunto cómo es el tema del andante del cuarteto 427 de Mozart, es evidente que, a menos de ser un músico profesional, ninguno de ustedes ni yo podemos silbar ese tema y, sin embargo, si nos gusta la música y conocemos la obra de Mozart, bastará que alguien ponga el disco con ese cuarteto y apenas surja el tema nuestra memoria lo continuará. Comprenderemos en ese instante que lo conocíamos, conocemos ese tema porque lo hemos escuchado muchas veces, pero activamente, positivamente, no podemos extraerlo de ese fondo, donde quizá como Funes, tenemos guardado todo lo que hemos visto, oído, vivido.
Lo fantástico y lo misterioso no son solamente las grandes imaginaciones del cine, de la literatura, los cuentos y las novelas. Está presente en nosotros mismos, en eso que es nuestra psiquis y que ni la ciencia, ni la filosofía consiguen explicar más que de una manera primaria y rudimentaria.
Ahora bien, si de ahí, ya en una forma un poco más concreta, nos pasamos a la literatura, yo creo que ustedes están en general de acuerdo que el cuento, como género literario, es un poco la casa, la habitación de lo fantástico. Hay novelas con elementos fantásticos, pero son siempre un tanto subsidiarios, el cuento en cambio, como un fenómeno bastante inexplicable, en todo caso para mí, le ofrece una casa a lo fantástico; lo fantástico encuentra la posibilidad de instalarse en un cuento y eso quedó demostrado para siempre en la obra de un hombre que es el creador del cuento moderno y que se llamó Edgar Allan Poe. A partir del día en que Poe escribió la serie genial de su cuento fantástico, esa casa de lo fantástico, que es el cuento, se multiplicó en las literaturas de todo el mundo y además sucedió una cosa muy curiosa y es que América Latina, que no parecía particularmente preparada para el cuento fantástico, ha resultado ser una de las zonas culturales del planeta, donde el cuento fantástico ha alcanzado sus exponentes, algunos de sus exponentes más altos. Piensen, los que se preocupan en especial de literatura, piensen en el panorama de un país como Francia, Italia o España, el cuento fantástico no existe o existe muy poco y no interesa, ni a autores, ni a lectores; mientras que, en América Latina, sobre todo en algunos países del cono sur: en el Uruguay , en la Argentina... ha habido esa presencia de lo fantástico que los escritores han traducido a través del cuento. Cómo es posible que en un plazo de treinta años el Uruguay y la Argentina hayan dado tres de los mayores cuentistas de literatura fantástica de la literatura moderna. Estoy naturalmente citando a Horacio Quiroga, a Jorge Luis Borges y al uruguayo Felisberto Hernández, todavía, injustamente, mucho menos conocido.
En la literatura lo fantástico encuentra su vehículo y su casa natural en el cuento y entonces, a mí personalmente no me sorprende, que habiendo vivido siempre con la sensación de que entre lo fantástico y lo real no había límites precisos, cuando empecé a escribir cuentos ellos fueran de una manera casi natural, yo diría casi fatal, cuentos fantásticos.
(...) Elijo para demostrar lo fantástico uno de mis cuentos, La noche boca arriba, y cuya historia, resumida muy sintéticamente, es la de un hombre que sale de su casa en la ciudad de París, una mañana, en una motocicleta y va a su trabajo, observando, mientras conduce su moto, los altos edificios de concreto, las casas, los semáforos y en un momento dado equivoca una luz de semáforo y tiene un accidente y se destroza un brazo, pierde el sentido y al salir del desmayo, lo han llevado al hospital, lo han vendado y está en una cama, ese hombre tiene fiebre y tiene tiempo, tendrá mucho tiempo, muchas semanas para pensar, está en un estado de sopor, como consecuencia del accidente y de los medicamentos que le han dado; entonces se adormece y tiene un sueño; sueña curiosamente que es un indio mexicano de la época de los aztecas, que está perdido entre las ciénagas y se siente perseguido por una tribu enemiga, justamente los aztecas que practicaban aquello que se llamaba la guerra florida y que consistía en capturar enemigos para sacrificarlos en el altar de los dioses.
Todos hemos tenido y tenemos pesadillas así. Siente que los enemigos se acercan en la noche y en el momento de la máxima angustia se despierta y se encuentra en su cama de hospital y respira entonces aliviado, porque comprende que ha estado soñando, pero en el momento en que se duerme la pesadilla continúa, como pasa a veces y entonces, aunque él huye y lucha es finalmente capturado por sus enemigos, que lo atan y lo arrastran hacia la gran pirámide, en lo alto de la cual están ardiendo las hogueras del sacrificio y lo está esperando el sacerdote con el puñal de piedra para abrirle el pecho y quitarle el corazón. Mientras lo suben por la escalera, en esa última desesperación, el hombre hace un esfuerzo por evitar la pesadilla, por despertarse y lo consigue; vuelve a despertarse otra vez en su cama de hospital, pero la impresión de la pesadilla ha sido tan intensa, tan fuerte y el sopor que lo envuelve es tan grande, que poco a poco, a pesar de que él quisiera quedarse del lado de la vigilia, del lado de la seguridad, se hunde nuevamente en la pesadilla y siente que nada ha cambiado. En el minuto final tiene la revelación. Eso no era una pesadilla, eso era la realidad; el verdadero sueño era el otro. Él era un pobre indio, que soñó con una extraña, impensable ciudad de edificios de concreto, de luces que no eran antorchas, y de un extraño vehículo, misterioso, en el cual se desplazaba, por una calle.
Si les he contado muy mal este cuento es porque me parece que refleja suficientemente la inversión de valores, la polarización de valores, que tiene para mí lo fantástico y, quisiera decirles además, que esta noción de lo fantástico no se da solamente en la literatura, sino que se proyecta de una manera perfectamente natural en mi vida propia.
Terminaré este pequeño recuento de anécdotas con algo que me ha sucedido hace aproximadamente un año. Ocho años atrás escribí un cuento fantástico que se llama “Instrucciones para John Howell”, no les voy a contar el cuento; la situación central es la de un hombre que va al teatro y asiste al primer acto de una comedia, más o menos banal, que no le interesa demasiado; en el intervalo entre el primero y el segundo acto dos personas lo invitan a seguirlos y lo llevan a los camerinos, y antes de que él pueda darse cuenta de lo que está sucediendo, le ponen una peluca, le ponen unos anteojos y le dicen que en el segundo acto él va a representar el papel del actor que había visto antes y que se llama John Howell en la pieza.
“Usted será John Howell”. Él quiere protestar y preguntar qué clase de broma estúpida es esa, pero se da cuenta en el momento de que hay una amenaza latente, de que si él se resiste puede pasarle algo muy grave, pueden matarlo. Antes de darse cuenta de nada escucha que le dicen “salga a escena, improvise, haga lo que quiera, el juego es así”, y lo empujan y él se encuentra ante el público... No les voy a contar el final del cuento, que es fantástico, pero sí lo que sucedió después.
El año pasado recibí desde Nueva York una carta firmada por una persona que se llama John Howell. Esa persona me decía lo siguiente: “Yo me llamo John Howell, soy un estudiante de la universidad de Columbia, y me ha sucedido esto; yo había leído varios libros suyos, que me habían gustado, que me habían interesado, a tal punto que estuve en París hace dos años y por timidez no me animé a buscarlo y hablar con usted. En el hotel escribí un cuento en el cual usted es el protagonista, es decir que, como París me ha gustado mucho, y usted vive en París, me pareció un homenaje, una prueba de amistad, aunque no nos conociéramos, hacerlo intervenir a usted como personaje. Luego, volví a N.Y, me encontré con un amigo que tiene un conjunto de teatro de aficionados y me invitó a participar en una representación; yo no soy actor, decía John, y no tenía muchas ganas de hacer eso, pero mi amigo insistió porque había otro actor enfermo. Insistió y entonces yo me aprendí el papel en dos o tres días y me divertí bastante. En ese momento entré en una librería y encontré un libro de cuentos suyos donde había un cuento que se llamaba “Instrucciones para John Howell”. ¿Cómo puede usted explicarme esto, agregaba, cómo es posible que usted haya escrito un cuento sobre alguien que se llama John Howell, que también entra de alguna manera un poco forzado en el teatro, y yo, John Howell, he escrito en París un cuento sobre alguien que se llama Julio Cortázar.
Yo los dejo a ustedes con esta pequeña apertura, sobre el misterio y lo fantástico, para que cada uno apele a su propia imaginación y a su propia reflexión y desde luego, a partir de este minuto estoy dispuesto a dialogar y a contestar, como pueda, las preguntas que me hagan.
FIN