jueves, 31 de marzo de 2016

LA ENAMORADA DEL PEQUEÑO DRAGÓN 1584



Inés, mestiza de la casa de don Rodrigo Ortiz de Zárate, corre en pos del 

amo para observar a los tres prisioneros que avanzan entre picas y espadas 

desnudas. Tan corpulento es su señor que no le deja ver cuanto quisiera. 

Además, la reverberación que irisa de escamas el río la obliga a hacer visera con 

la mano. Los tres hombres se aproximan lentamente, hendiendo el grupo de 

curiosos. Ahora sí, ahora puede detallarles a su gusto. Se han detenido ante el 

teniente de gobernador, a pocos metros. Dos de ellos llevan las barbas crecidas, 

sucias, espinosas, sobre las ropas desgarradas; el otro, lampiño, parece un 

adolescente. Una masa de pelo color de miel le cae sobre el rostro y a cada 

instante la aparta con un movimiento brusco de la cabeza: entonces la cara se le 

ilumina con la luz de los grandes ojos celestes. Inés no vio jamás ojos como ésos. 

La gente de aquí los tiene renegridos, tenebrosos, o de un verde profundo. Los 

de Isabel son así, verdes como piedras verdes, como cristales verdes.

El menor se adelanta y hace su reverencia, la diestra en la cintura. A la 

legua se le advierte el señorío, a pesar del traje miserable cuyos jirones dejan 

transparentar, en las piernas y en el pecho, su carne justa, ceñida, tostada por el 

sol. Don Rodrigo tose por dignidad y le interroga: ¿Quiénes son? ¿De dónde 

vienen? Alza el muchacho la mano delgada y responde en lengua extranjera, 

gutural. El hidalgo se impacienta. Detrás, las mujeres atisban y los hombres del 

pueblo comentan por lo bajo. Extiéndese alrededor la chatura de Buenos Aires, 

con unas contadas casucas, con unas huertas, con algún árbol, asomado sobre 

las tapias. En el río se balancea la canoa indígena en la cual llegaron los 

forasteros. Por fin hay uno que entiende a medias ese idioma y que explica al 

funcionario del Rey: los recién venidos son ingleses y el capitán que los 

Demúdase Ortiz de Zárate y se le marca en la frente la lividez de la cicatriz:

—¿Drake? ¿Dráquez? ¿Cómo el pirata Francisco Dráquez?

Torna a parlamentar el intérprete y con mil dificultades traduce: el joven 

es sobrino de Sir Francis Drake, corsario de la Reina Isabel de Inglaterra. Lo 

mismo que sus compañeros, se ha fugado a través del río, por milagro, en esa 

frágil canoa. Los charrúas les tuvieron presos durante trece meses.

Lo único que al teniente de gobernador importa es que sus obligados 

huéspedes sean súbditos de la soberana herética. Se mesa las barbas patricias y 

—¡Herejes! ¡Herejes! —chilla una mujer que le ha oído, y entre los mirones 

—Habrá que avisar al Adelantado, a Charcas, y a los señores inquisidores, 

Don Rodrigo Ortiz de Zárate da la orden de marcha. Va caviloso. Es hijo 

del Cerero Mayor de la Emperatriz y no juega con las cosas que atañen a la 

religión. Le siguen, custodiados, los tres piratas. Chisporrotean las alabardas, 

como si fueran de fuego. Cuando pasan junto al rollo de justicia, donde los 

criminales son expuestos al escarnio público, Ortiz de Zárate titubea. No sabe si 

debe hacerles encadenar allí, pero recapacita que ésos son asuntos que 

incumben a autoridad más alta, y se interna con la comitiva en la ciudad. A la 

—A estos luteranos —dice uno— hay que hacerles arder como paja.

Dispone don Rodrigo que por ahora les encierren en la casa que Pablo de 

Xerez hace construir frente a la suya, en el solar que Garay le asignara dentro de 

los repartimientos de la fundación. Ya hay en pie dos habitaciones y una tiene 

una pequeña ventana dividida en cruz. Allí quedará el sobrino del Dráquez, el 

sobrino del Dragón, como le llaman en América. A los otros se les señalará por 

Inés, la mestiza, ha permanecido inmóvil mientras se aleja la tropa. 

Aunque se empeñara, no podría moverse. En sus dieciséis años, nunca ha 

sentido tan confusa emoción. ¡Cómo se asombrarían los muchachos que sin 

cesar la requieren de amor, si consiguieran leer en su ánimo! Para ellos es la 

Inés está como hechizada. Por más que baja los párpados, la tiniebla se 

aclara con las llamas del pelo de John. Le ve en todas partes, volandero, como 

una madeja que se enreda a los cercos de tunas y que envuelve con su trama fina 

las fachadas pobres. Ella misma siente, tras los ojos cerrados, que la hebra de 

oro y miel gira y se enrosca en torno de sus piernas firmes, de su cintura 

escurridiza, de sus pechos nuevos, y asciende hasta su boca. No acierta a 

moverse, maniatada, desconocida. Drake se ha vuelto a mirarla, una vez.

En el patio del teniente de gobernador, mientras don Rodrigo garabatea 

sus cartas altisonantes para don Juan Torres de Vera y Aragón, el Adelantado, y 

para el Tribunal del Santo Oficio del Perú, Inés ha escuchado muchos 

pormenores de la vida del joven corsario. Los relatos la hacen soñar. Es cosa de 

maravillarse, pensar que en tan cortos años haya corrido tantas aventuras.

Fue de los que dieron la vuelta al mundo, con Sir Francis; de los que 

apresaron paños de Holanda en las Islas de Cabo Verde, y vino en Valparaíso, 

barras de plata en Arica, sedas y jubones en el Callao y más y más oro en los 

puertos del Pacífico, a punta de espada; de los que recibieron parte en la 

distribución de vajillas lujosas; de los que navegaron por los mares de 

monstruos que bañan a las Islas del Maluco y fueron de allí a Guinea y a Sierra 

Leona, trocando el metal por clavo de olor, por pimienta y por jengibre. Al oír 

las narraciones fabulosas, parécele a Inés que los galeones avanzan por la plaza 

de Buenos Aires, amenazadores los leopardos en las banderas, inundándolo 

todo con el perfume de las especias exóticas. Y eso no bastó. Después de que la 

Reina Isabel armó caballero a Sir Francis, John volvió al océano a las órdenes de 

Edward Fenton. Comandaba una nave. ¡Y sólo cuenta veinte años! En la boca 

del Río de la Plata, los bancos de arena les cerraron el paso. Una noche, 

arrastrado por la tormenta, el patache de John Drake se alejó del resto de la 

armada. Tras de bogar a la deriva se hundió frente a la costa. Los marineros 

ganaron la playa a nado y allí les descubrieron los charrúas a causa del humo de 

las fogatas. Más de un año les privaron de libertad, con la duda constante de 

cuándo les devorarían. Por fin lograron huir John Drake, Richard Farewether, 

Inés se dice que aunque John no fuera sobrino del Dragón famoso, aquel 

cuyo azote fue anunciado por la aparición de un cometa; aunque no hubiera 

andado por tierras de tanto sacrificio; aunque no hubiera metido los brazos 

hasta el codo en el oro y las perlas, lo mismo la hubiera subyugado así. Sabe ya 

que le ama sin razón y sin fortuna, desesperadamente, que le ama por esa masa 

de pelo que para ella brilla más que el oro de los cofres, por sus piernas largas y 

Dos soldados vigilan la puerta de la casa de Xerez que guarda a los 

cautivos. Durante el día, los vecinos la rondaron. ¡Hay tan poco que hacer en 

Buenos Aires! Buscan de espiar hacia el interior, como si fuera aquella una jaula 

de animales raros. Y raros son, en verdad: ingleses, piratas y heréticos. Deberían 

tener cuernos y pezuñas. Los disimularán. El mocito que los manda disfraza los 

cuernos, de seguro, debajo de tanto pelo de miel.

Al atardecer Inés se acerca. Los soldados la conocen. Uno la requiebra, 

pero no la dejan llegarse, como hubiera deseado, hasta la ventana en cruz. 

Órdenes del señor Ortiz de Zárate. Se aposta, pues, al otro lado de la calle, a la 

sombra del alero de su amo, allí donde un sauce vuelca torrentes negros y la 

oculta. Y mira y mira, angustiada. Minutos después, la ventana se ilumina. Es 

que él está ahí, dorado como los dioses que se alzan, esculpidos, en las proas de 

las galeras. Y la ha visto también. Ha visto, a diez metros, la silueta de una mujer 

graciosa, toda trenzas y ojos verdes y boca frutal. Más de una hora quedan el 

uno frente al otro. No pueden hablarse y si se hablaran no se comprenderían. 

Sólo pueden mirarse y callar, él subido en un escaño por lo alto de la abertura. 

En el medio, por la calle de barro, se persiguen las gallinas grises y los patos 

Don Rodrigo Ortiz de Zárate ha anunciado que los prisioneros partirán 

para Santa Fe, en el plazo de cinco días, a que se les tome declaración jurada, y 

¡Cinco días! Inés llora echada de bruces en su cuja. Llora con el cabello 

destrenzado. Su sangre dormida hasta hoy clama por el corsario adolescente. En 

su inocencia, no define qué le pasa. Lo único que sabe es que quisiera más que 

nada, más aún que poseer el broche de rubíes de su señora doña Juana de la 

Torre, tener ahí con ella al pequeño Dragón y estrecharle contra el pecho. Le 

John Drake también la recuerda. En los días transcurridos desde su arribo 

a Buenos Aires, se ha esforzado en no pensar en otra cosa. Se convence, con 

argumentos apasionados, para diluir el miedo, que si por algo le importa que lo 

saquen de allí y le envíen hacia el norte y hacia las misteriosas torturas 

inquisitoriales, que los predicadores de la corte inglesa describen con tal 

minucia, es porque tendrá que dejarla, porque ya no la volverá a ver, elástica, 

aceitunada, a la sombra familiar del sauce antiguo. Se revuelve como un 

cachorro de león en su cárcel diminuta. No quiere darse tiempo para otras 

memorias, ni siguiera para aquélla, fascinante, que le muestra a la Reina Isabel 

en el esplendor barroco de su falda rígida, titilante de joyas, y a él de hinojos, 

detrás de Sir Francis, oscilándole una perla en el lóbulo izquierdo, al cuello el 

collar de esmalte y oro macizo. La Reina les estira la mano a besar... ¡Pero no, no 

quiere pensar en eso, ni en los arcones abiertos, colmados hasta el tope de 

cálices, de incensarios, de casullas y de aguamaniles que centellean! Ni tampoco 

en el Támesis sereno, que fluye entre castillos, tan distinto de este río de 

maldición; ni evocar la estampa feliz de los perrazos de Lancashire y de los 

galgos esbeltos, cuando disparan entre el alegre clangor de las trompas; ni el 

bullicio de las riñas de gallos, con la elegancia de los gentileshombres que 

arrojan escarcelas de monedas sonoras; ni los duelos y el jubiloso escapar 

embozado, ante los faroles de la guardia; ni los jarros desbordantes de cerveza, 

que se alzan hacia las vigas de las hosterías, en los coros de los brindis... Nada... 

nada... Nada: ni pensar en las islas remotas, amodorradas bajo las palmeras y 

los árboles de alcanfor. Otras mujeres ha conocido, muchas otras, sumisas como 

esclavas entre sus brazos... Y no quiere pensar en ellas, ni en nada, ni en Sir 

Francis sobre todo, su verdadero rey, su auténtico dios, a quien ve, en un 

relámpago, con un fondo de mascarones pintados y de velámenes hermosos 

como cuerpos de mujer. No, no quiere... Sería terrible pensar en esas cosas y en 

las cosas del mañana, las que se agazapan, camino del Perú, donde le colgarán 

por los pulgares en una cámara subterránea y le abandonarán hasta que se 

pudra. Es necesario olvidarlas para no enloquecer. No hay que guardar en la 

mente más imagen que la de la mestiza que diariamente, cuando se insinúa la 

noche, acude a su apostadero, frente a la ventana. Eso sí, eso es una realidad 

Tres días; no restan más que tres días. Inés ha resuelto que esta noche 

hablará con él, aunque no le entienda. Su amor la transfigura. La muchacha 

tímida, recelosa, está pronta a correr cualquier riesgo. Corta un racimo de uvas, 

en la viña de la huerta, y cruza con él la calle. Lo muestra de lejos a los soldados, 

quienes se encogen de hombros: ¡Para el prisionero!

Después de todo, poco falta para que los ingleses abandonen a Buenos 

Ahora están frente a frente, separados por el muro: de un lado John Drake, 

todo luz; del otro Inés, toda sombra. Ella se empina, porque la ventana está muy 

alta, y tiende el racimo. Él se encarama en el escabel, pero en lugar de tomar la 

fruta, se aferra a la muñeca de la mestiza. Las uvas ruedan para el suelo. La 

muchacha, aplastada contra la pared, siente la aspereza de la tapia mojada de 

rocío, punzándole los pechos y el vientre. El pirata habla atropelladamente, 

jadeando, y ella advierte, en el borbotón de palabras desconocidas, el tono de 

ruego angustiado. A poca distancia, sobre su cabeza, se enciende el pelo sutil 

que se muere por acariciar. Drake guarda silencio; sólo se oye su respiración 

anhelosa. Le suelta el brazo y de un manotón lanzado en la noche, ciego, le 

arranca el vestido tenue y descubre un hombro moreno. Esa fruta sí; a esa fruta 

sí la quisiera, que debe ser tibia y lisa y dulce.

Pero ya se aproximan los soldados con los arcabuces, e Inés huye hacia la 

casa de don Rodrigo. Mañana, las gallinas picotearán en el fango, sorprendidas 

por el inesperado banquete, las primeras uvas del señor Ortiz de Zárate.

Inés no ha regresado durante dos días a la tapia desde la cual suele atisbar 

al preso. Doña Juana de la Torre se ha enterado, por chismes de las esclavas que 

hilan en sus ruecas, de que la mestiza llevó un regalo de su fruta al capitán 

cismático, y la ha amenazado con decírselo al teniente de gobernador si se repite 

el episodio. Es muy piadosa; a la Reina de Inglaterra la llama «la Diabla»; se 

persigna tres veces antes de acurrucarse en el lecho marital.

La muchacha solloza en su habitación. ¡Mañana, mañana mismo, el 

pequeño Dragón se esfumará para siempre! No le verá y los días transcurrirán, 

monótonos, entre los rezongos de don Rodrigo y la charla mareante de los 

esclavos. Se pasa la mano, suavemente, sobre el hombro. Cierra los ojos e 

imagina que es él quien la roza con los dedos de filosa delgadez. Aguarda a oír 

Es noche de luna llena; la embalsama el aire liviano. La ciudad reposa. A 

veces, el chillido de una lechuza solitaria ahonda la quietud. Los soldados velan 

delante de la puerta de Pablo de Xerez. Ortiz de Zárate es muy riguroso: no 

vayan a volársele los pájaros, cuando les tienen lista la jaula en Asunción del 

Inés corre hacia su refugio, bajo el sauce, en puntas de pie. Los carceleros 

no notan su presencia. Chista muy bajito y en seguida surge en la ventana la 

cara de John. Nunca le ha parecido tan hermoso a la mestiza, nunca tan leve el 

pelo de oro. La luna lo enciende en la cruz de los barrotes.

La niña da un paso, dos, tres, hasta que el resplandor lunar se vuelca sobre 

ella como un torrente de plata. Desprende entonces su vestido y lo deja caer 

despacio, con un ademán ritual. Queda completamente desnuda ante el infiel. 

John Drake muerde el barrote. Inés le brinda lo que puede brindarle, lo único 

que puede brindarle: esa desnudez de sus dieciséis años celosos; todo lo que 

El pirata, deslumbrado, lanza un grito. Los soldados ven, un segundo, la 

forma ágil, saltarina, que desaparece. Y en la ventana, los ojos celestes, 

Al alba, a caballo, con escolta, John Drake, Richard Farewether y Daclos, 

partieron para Asunción, etapa en su rumbo al Santo Oficio de Lima.

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